Mi ejemplar de El abate Tigrano y una foto del Pio IX bendiciendo el monumento a la Inmaculada Concepción desde la Embajada de España el 8 de septiembre de 1857 |
Entre los libros que tienen muchos años conmigo está la novela El abate Tigrano, candidato al papado (Editorial y librería Goncourt, Buenos Aires, 1978), obra de Ferdinand Fabre, apodado el "Balzac de los curas". Publicada por primera vez en 1873, es una novela al gusto romántico del siglo XIX; unos personajes sensibles hasta el dolor, otros con corazón de piedra, como el protagonista: Rufino Capdemont, indigno sacerdote, conocido como "Tigrano" por su ferocidad, quien llega a considerarse candidato al papado a la muerte de Pío IX. Había alcanzado una sede arzobispal a pesar las denuncias ante la Curia Romana, por el padre Ternisien, un santo sacerdote franciscano.
Ferdinand Fabre (1830-1898) autor |
Comencemos por la entrevista del padre Termisien con el Cardenal Maffei, cuando trata de evitar que Tigrano, culpable hasta de la muerte de un obispo, sea preconizado, en particular por haber logrado serlo mediante manejos políticos. La entrevista termina mal porque el Cardenal considera:
... habéis confundido dos cosas que, en ninguna época de la historia religiosa tuvieron nada en común. La Iglesia y el gobierno de la Iglesia. La Iglesia sigue siendo hoy lo que fue en todos los tiempos: divina, infalible, por encima de las vicisitudes humanas. En cuanto a su gobierno, obligado a batallar desde su origen contra toda suerte de empresas culpables, particularmente contra las codicias, la corrupción, la avaricia de los gobernantes, tan manifiesta en nuestros días, se vio más de una vez en la necesidad de colocar a su frente jefes más enérgicos que piadosos, más enérgicos que sabios, más animados en apariencia por el espíritu de la tierra que por el espíritu del Cielo.
Pío IX 1792-1878 |
Últimamente, Mons. Capdepont se paseaba en compañía de su confidente habitual, el gran vicario Mical, porque el abate Mical ha visto también colmada su ambición (...)
- A fe mía, Monseñor, a juzgar por la marcha que llevan las cosas en Italia y en Europa, veo en vos el Papa futuro -le dijo a quemarropa el profesor de teología del Gran Seminario de Lormiéres.
- ¡Cómo se os ocurre eso, Mical!
- Muy naturalmente. La Francia ha dado ya dieciséis sucesores de San Pedro. Por qué no seríais vos el decimoséptimo?
- ¡Que Pío IX goce aún de largos días!... Ante todo, si el Padre Santo muriera, la camarilla italiana vencería en el cónclave.
- ¡Pero, Monseñor, vos no contáis más que con amigos en el Sacro Colegio, y los votos podrían muy bien recaer en Vuestra Eminencia!
- ¡Mi Eminencia!... Más de una vez, Mical, os he prohibido que me deis ese título.
El gran vicario, cuyo perfil se ha afilado aún más con los años, hizo una mueca. Enseguida, después de haber registrado los senderos con ojos de ardilla:
-¡Qué importa! -murmuró-, estamos solos.
Allí cerca había un banco, a la sombra de los tilos. El arzobispo se sentó... Parecía fatigado. De pronto, su cabeza, agobiada por los pensamientos, cayó sobre su pecho... Permaneció largo tiempo absorto.
Mical, siempre tan ágil y despierto como le conocimos, prosiguió:
- No ignoro que Pío IX quiere mucho al Cardenal Angelis, Arzobispo de Fermo...
- Sixto V fue arzobispo de Fermo... -respondió Capdepont más que contestando a Mical, a las propias obsesiones de su espíritu.
- Sí -prosiguió el gran vicario-, el cardenal de Angelis podría ser elegido, si, como se ha dicho, la elección debiera verificarse ante el cadáver del Papa difunto, ante...
Otto von Bismarck, Canciller de Alemania 1815-1898 |
- ¡No! ¡no! -exclamó el arzobispo con energía.
Hubo un silencio de algunos minutos.
Mical prosiguió:
- La Prusia, cuya prosperidad ha llegado, para desgracia nuestra, a ser tan grande, quizá llegue a usar y a abusar de la posición que le han dado los acontecimientos para sostener al cardenal Hohenlohe.
- ¡Un Papa alemán!... Los recuerdos de las largas guerras del sacerdocio y del imperio están aún demasiado vivas en la Iglesia... Es imposible... ¡Con un Papa alemán había que borrar a Francia del mapa del mundo, lo que Dios no permitiría! ¡Cómo! ¿desaparecer la Francia! tanto valdría cayera el cielo y todas las naciones se sumergieran en la sombra.
- ¿Creéis, acaso Monseñor, en el cardenal Bonaparte?
- Ese nombre se ha vuelto sospechoso tanto al mundo religioso como al mundo político. El cardenal Bonaparte, a pesar de sus reconocidas virtudes, no obtendría dos votos si tuviera la pretensión de elevarse hasta el trono pontificio.
- ¿Y el arzobispo de Westminster?
La Reina Victoria, soberana británica 1819-1901 |
- ¿El cardenal Manning?... Si el Santo Padre, despojado por los bandidos de la Saboya, hubiera aceptado la hospitalidad que le ofrecía en Malta la Inglaterra, la gratitud del Saco Colegio, puesta al abrigo de las persecuciones, hubiera dado posibilidades al arzobispo de Westminster. Pero la noble obstinación de Pío IX al no querer alejarse de Roma, una vez más invadida por los bárbaros del Norte, le quita toda esperanza a su candidatura.
Acosado por sus pensamientos que lo punzaban como otros tanto puñales, el arzobispo se puso de pie, y tomando del brazo al gran vicario, recorrió con paso agitado los más sombríos senderos de su jardín. Las manos que retenían a Mical, como si fueran garras, le quemaban la piel. Evidentemente, Capdepont tenía fiebre. Sus ojos, en los que ardía toda su alma, brillaban en la sombra como brasas. Balbuceaba palabras entrecortadas.
- ¡La tiara! -repitó varias veces-, ¡la tiara!...
- Vuestra cabeza, en la que la mano de Dios depositó todas las potencias de la fe y del genio, sería bastante para sostenerla.
Rufino Capdepont se detuvo de golpe. Miró largo rato al gran vicario. Después, oprimiendose con los dedos de la mano derecha la frente, en la que una ambición casi delirante había encendido las llamas de un incendio horrendo, balbuceó:
Napoleón III, Emperador de los franceses, derrocado en 1870, luego de la guerra franco-prusiana |
- Vamos, Mical, ¿Te has propuesto volverme loco?
Y luego, con un rasgo de buen sentido y una profunda humildad agregó:
- ¡Yo, nacido en una choza de la aldea de Arrós, yo podría ascender las gradas del trono pontifical!... ¡Yo, pecador -tú lo sabes, peco muchas veces en tu presencia, malum coram te feci, como dice el rey David- yo podría llegar a ser vicario de Cristo en la tierra!... ¿Y qué he hecho para eso? -se interrumpió.
Enseguida prosiguió:
- Soy el juguete de una pesadilla horrible... Sin embargo, así .. ¡Ah! el universo católico vería entonces un papa...
- Dios os suscitó para la salud de todos.
- Mical, me parece que me muero... Cállate, te lo suplico, cállate.
Ésta súplica, formulada casi llorando, asustó al ex profesor de moral, que no se atrevió a agregar nada más . (...)Tigrano Capdepont, no aguantaba las ganas de llevar el Anillo del Pescador. Más adelante en el paseo con el Vicario Mical elucubra:
Camilo Benso, Conde de Cavour Primer Ministro de Italia |
- Ya no es dudoso -murmuró, deteniéndose una vez más en el sendero -, ya no es dudoso que la Alemania y la Italia se han unido para ejercer una influencia decisiva en el próximo cónclave. De esta cuestión del sucesor de Pío IX depende la vida de ese pobre reino de Italia, tan pobre, tan débil, tan mezquino... La obra del conde de Cavour es como una barraca de feria hecha con tablas de pino, y se pretende que la mano que la mano robusta del príncipe de Bismarck coloque la primera piedra de un edificio... ¡Bismarck! ¡he ahí un hombre con quien me agradaría estar en el caso de poder medirme!... En su discurso sobre la Primera década de Tito Livio, Maquiavelo declara que la Iglesia fue en todos los tiempos el obstáculo opuesto a la unidad política de Italia. ¡La Iglesia seguirá siendo todavía ese obstáculo!... Pero, ¿qué hará la Francia ante las intrigas alemanas e italianas?... Veamos, ¿si el Sacro Colegio, a causa de las asechanzas de que no puede dejar de ser objeto o de una revolución siempre inminente en Europa, salvara los Alpes y viniera a buscar refugio entre nosotros?... Entonces... entonces la influencia francesa tendría campo favorable y mi candidatura podría producirse... Trabajaríamos...
- Y seríais elegido, Monseñor.
- ¡Elegido! ¡Elegido!...
- ¿Ante ese resultado tan importante para la Iglesia, tan glorioso para la Francia, Vuestra Santidad no me negaría la mitra, supongo?...
El arzobispo no respondió.
Volvieron a ponerse en marcha.
En el momento de ascender la escalinata del palacio, Rufino Capdepont hizo un nuevo descanso. Después, sucumbiendo a la irresistible fascinación de su ensueño, alzó los brazos al cielo, murmurando:
-¡Quién sabe! ¡Quién sabe!
León XIII 1810-1903 |
Gracias por tu información sobre el libro.
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