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jueves, 9 de mayo de 2013

Los carnavales del Obispo (o la oración de cuartilla y media)

Nuestra Señora de la Luz, que se venera en León, Guanajuato, México.
Circa 1722
Arístides Rojas, curioso de las antigüedades criollas, dedica más de un texto a la obra de don Diego Antonio Diez Madroñero Obispo de Caracas y Venezuela (aquí y aquí), quien con celo apostólico trató de reformar las costumbres díscolas de sus ovejas con decisiones que marcaron por mucho tiempo el espíritu y costumbres del obispado. Diez Madroñero, devoto de Nuestra Señora de la Luz, la invocaba con frecuencia y desplegó grandes esfuerzos en inculcar esta devoción entre los feligreses. En la Catedral de Caracas se conserva un cuadro de esta advocación que procede de la época de este ilustre prelado. La figura de Leviatán (esquina inferior izquierda) fue censurada desde 1760 por la Iglesia Católica y fue sustituida por unas llamas que aludían al Purgatorio, o unas nubes oscuras simbolizando el pecado. El cuadro de la Catedral muestra las nubes oscuras.

Uno de los artículos de don Arístides se refiere las medidas tomadas por el Prelado para frenar los excesos del carnaval. De allí extraigo el mensaje del buen Obispo que debe ser, a mi juicio, la oración más larga jamás escrita en la historia de Venezuela (todo un interminable párrafo); es casi una página con muchas comas y un sólo punto. Propongo como ejercicio, leerlo a viva voz a ver cuánto se aguanta. El texto está tomado de Crónica de Caracas (Ministerio de Educación, Caracas, 1988).
Nos, Don Diego Antonio Diez Madroñero, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Caracas y Venezuela, del Consejo de su Majestad.
Entre los muchos y singulares efectos que como favor especialísimo celebramos haber causado en los piadosos ánimos de sus devotos súbditos, la Madre Santísima de la Eterna Luz, Divina Pastora de esta ciudad y obispado, son muy notables y maravillosos (si maravilla es, que a los dulces silbos y armoniosas voces de María hasta los efectos, obediente se sujetan a la razón y a la razón de Dios) cuantos admiramos, particularmente en las carnestolendas del año próximo pasado, las semanas precedentes a ellas, y en el siguiente santo tiempo de Cuaresma, en que convidados por la Santa Iglesia a penitencia, a una devota tristeza y al ejercicio de las virtudes, cuando el mundo ostentando escenas en sus teatros como lícita, las más vivas y artificiosas expresiones de libertad en juegos, justas, bailes, contradanzas y lazos de ambos sexos, contactos de manos y acciones descompuestas e inhonestas y cuando honestas indiferentes, siempre peligrosas, llamaba a los deleites corporales aquellos nuestros súbditos, fieles siervos de Nuestra Señora, combatiendo y despreciando constantemente hasta hasta los atractivos halagüeños de semejantes diversiones profanas, admitieron gustosos aquel convite espiritual, prefiriendo entre sí mismos con santa emulación por participar de las delicias celestiales preparadas en los sagrados banquetes y espectáculos representados, ya en las iglesias, donde estuvo expuesta su Majestad Sacramentada, ya en las procesiones de Semana Santa, ya en los rosarios convocatorios, ya en los demás ejercicios piadosos repetidos en los días de Cuaresma, habiendo asistido todos dando recíprocos ejemplos con su más fervorosa devoción y compostura, sin excepción de los niños y párvulos que abstenidos de las travesuras pueriles de que el enemigo común solía valerse y retraer de las iglesias a los devotos, no fueron los que menos edificaron, advertidos, sin duda, de sus párrocos, maestros prudentes y devotos, padres de familia de cuido, celo y eficacia en el cumplimiento de sus muchas y gravísimas obligaciones, pende muy principalmente la universal santificación de este pueblo y Obispado, a que esperamos nos ayuden unos y otros cooperando en cuanto les sea respectivo, perseverantes en la soberana protección necesaria, y en los medios y ejercicios santos practicados el año precedente que haremos notorio, se les facilitaron repitiéndolos, y que nuevamente les invitamos, satisfechos en la constancia de sus santas resoluciones y buenos propósitos, con que desterrados perpetuamente el carnaval, los abusos, juguetes feroces y diversiones opuestas a nuestro fin, se radiquen más y más las virtudes y buenas costumbres, aumenten en los piadosos estilos e introduzcan firmemente como loable el de continuar la custodia de esta ciudad para que, fortalecida con el número inexpugnable de la devoción de María, Señora Nuestra, y quitado embarazo el domingo, lunes y martes de carnestolendas, permanezca defendida y concurran los fieles habitadores de María, sin estorbo a adorar a su Divina Majestad Sacramentada, en las iglesias, donde se expondrá a la veneración de todos, convocados por sus Santos Rosarios que salgan de las respectivas, donde se hallan situados a las cuatro según ordenamos a todas las cofradías, congregaciones o hermandades y personas a cuyo cargo están; dispongan y saquen en las tres tardes en el inmediato carnaval dirigiendo cada cual el suyo por las cuadras que circundan las iglesias de sus establecimiento, sin juntarse con otro, volviendo y concluyendo en la misma forma con la plática mensual en que, confiamos del fervor y facilidad de los predicadores, tocarán algún asunto conducente a desviar a los fieles de las obras de la carne y atraerlos a la del espíritu con que les templen la ira de Dios irritadas por las culpas de las carnestolendas y Semana Santa. En testimonio de lo cual damos las presentes, firmadas, sellas y refrendadas en forma en nuestro Palacio Episcopal de Caracas, en catorce de febrero de mil setecientos cincuenta y nueve. DIEGO ANTONIO, Obispo de Caracas.
Por mandato de su Señoría Illma., mi Señor. Don José de Mejorada. Secretario. Letras congratulatorias, invitatorias y exhortatorias por las que ordena su Señoría Illma. la repetición de rosarios en los tres días del carnaval confiando no se manifestarán menos devotos en este año. sus muy amados y piadosos súbditos, que lo ejecutaron en el pasado, hasta los niños. 
Caracas en 1775 "exato mapa". Se pueden apreciar las calles, plazas e iglesias existentes.
Dudo que exista alguna oración completa tan larga como esta en la historia de la escritura en Venezuela; a no ser que algún vanguardista reciente se haya animado a competir con el Obispo Diego Antonio Diez Madroñero, de feliz memoria.

Chistes aparte, este ilustre obispo dejó huellas en Caracas, en las costumbres de sus ciudadanos y en la nomenclatura de algunas esquinas del centro de la ciudad. No logró inculcar la devoción por Nuestra Señora de la Luz, pero si amainar en algo la vulgaridad y el desorden del carnaval caraqueño.


sábado, 18 de febrero de 2012

Un cuento de Carnaval

Rómulo Gallegos
1884-1969
Autor

Tendría yo unos 15 años cuando leí por vez primera El Crepúsculo del Diablo, cuento del gran novelista venezolano Rómulo Gallegos Freire, escrito en 1919. Entonces me llamó la atención su lenguaje, tan rico y vivaz, y me dió lástima el triste fin del diablo carnavalesco Pedro Nolasco. El autor muestra un carnaval popular, violento, vulgar y desordenado, que nada tiene que ver con las carnestolendas de las clases medias y altas con sus guerras de flores y perfumes, disfraces elegantes y certámenes poéticos. Espero que disfruten su lectura como lo hice yo. Agregué citas al pie en beneficio de los lectores que no conozcan Venezuela.



EL CREPÚSCULO DEL DIABLO


En el borde de una pila que muestra su cuenca seca bajo el ramaje sin fronda de los árboles de la plaza, de la cual fuera ornato si el agua fresca y cantarina brotase de su caño, está sentado «el Diablo» presenciando el desfile carnavalesco.

La turba vocinglera invade sin cesar el recinto de la plaza, se apiña en las barandas que dan a la calle por donde pasa «la carrera[i]», se agita en ebrios hormigueos alrededor de los tarantines donde se expenden amargos, frituras, refrescos y cucuruchos de papelillos y de arroz pintado, se arremolina en torno a los músicos, trazando rondas dionisíacas al son del joropo nativo[ii], cuya bárbara melodía se deshace en la crudeza del ambiente deslucido por la estación seca, como un harapo que el viento deshilase.

Con ambas manos apoyadas en el araguaney[iii] primorosamente encabullado, el sombrero sobre la nuca y el tabaco en la boca, el Diablo oye aquella música que despierta en las profundidades de su ánimo no sabe qué vagas nostalgias. A ratos melancólica, desgarradora, como un grito perdido en la soledad de las llanuras; a ratos erótica, excitante, aquella música era el canto de la raza oscura, llena de tristeza y de lascivia, cuya alegría es algo inquietante que tiene mucho de trágico.

El diablo ve pasar ante su mente trazos fugaces de paisajes desolados y nunca vistos, sombras espesas de un dolor que no sintió su corazón, relámpagos de sangre que otra vez, no sabe cuándo, atravesaron su vida. Es el sortilegio de la música que escarba en el corazón del Diablo, como un nido de escorpiones. Bajo el influjo de estos sentimientos se va poniendo sombrío; sus mejillas chupadas se estremecen levemente, su pupila quieta y dura taladra en el aire una visión de odio, pero de una manera siniestra. Probablemente la causa inconsciente de todo esto es la presencia de la multitud que le despierta diabólicos antojos de dominación; sobre el encabullado del araguaney, sus dedos ásperos, de uñas filosas, se encorvan en una crispatura de garras.

Al lado suyo, uno de los que junto con él están sentados en el borde de la pila, le dice:

   ¡Ah, compadre Pedro Nolasco! ¿No es verdad que ya no se ven aquellos disfraces de nuestro tiempo?

El Diablo responde malhumorado:

   Ya esto no es Carnaval ni es ná[iv].

El otro continúa evocador:

   ¡Aquellos volatines que ponían la cuerda de ventana a ventana! ¡Aquellas pandillas de negritos que se daban esas agarrás[v] al garrote! ¡Y que se zumbaban de veras! ¡Aquellos diablos!

Por aquí andaban las nostalgias de Pedro Nolasco.

Era él uno de los diablos más populares y constituía la nota típica, dominante, de la fiesta plebeya. A punto de mediodía echábase a la calle con su disfraz infernal, todo rojo, y su enorme «mandador[vi]», y de allí en adelante, toda la tarde, era un infatigable ambular por los barrios de la ciudad, perseguido por la chusma ululante, tan numerosa que a veces llenaba cuadras enteras y contra la cual se revolvía de pronto blandiendo el látigo, que no siempre chasqueaba ocioso en el aire para vanas amenazas.

Buenos verdugones levantó más de una vez aquella fusta diabólica en las pantorrillas de chicos y grandullones. Y todos la sufrían como merecido castigo por sus aullidos ensordecedores, sin protesta ni rebeldía, tal que si fuera un flagelo de lo Alto. Era la tradición: contra los latigazos de los diablos nadie apelaba a otro recurso sino al de la fuga.

Posesionado de su carácter, dábalos Pedro Nolasco con verdadera indignación, que le parecía la más justa de las indignaciones, pues una vez que se vestía de diablo y se echaba a la calle, olvidábase de la farsa y juzgaba como falta de lesa majestad los irreverentes alaridos de la chiquillería.

Esta, por su parte, procedía como si se hiciese estas reflexiones: un diablo es un ente superior; todo el que quiere no puede ser diablo, pues esto tiene sus peligros, y al que sabe serlo como es debido, hay que soportarle los latigazos.

Pedro Nolasco era el mejor de los diablos de Caracas. Su feudo era la parroquia de Candelaria[vii] y sus aledaños, y allí no había muchacho que no corriese detrás de él aullando hasta enronquecer y arriesgando el pellejo.

Respetábanlo como a un ídolo. Cuando se aproximaba el Carnaval empezaban a hablar de él, y su misteriosa personalidad era objeto de entusiastas comentarios. La mayor parte no lo conocían sino de nombre y muchos se lo forjaban de la manera más fantástica. Para algunos, Pedro Nolasco no podía ser un hombre como los demás, que trabajaba y vivía la vida ordinaria, sino un ente misterioso, que no salía de su casa durante todo el año y sólo aparecía en público en el Carnaval, en su carácter absurdamente sagrado de diablo. Conocer a Pedro Nolasco, saber cuál era su casa y estar al corriente de sus intimidades era motivo de orgullo para todos; haber hablado con él era algo como poseer la privanza de un príncipe. Se podía llenar la boca quien tal afirmaba, pues esto sólo adquiría gran ascendiente entre la chiquillería de la parroquia.

Aumentaba este prestigio una leyenda en la cual Pedro Nolasco aparecía como un héroe tutelar. Referíase que muchos años atrás, en la tarde de un martes de Carnaval, Pedro Nolasco había realizado una proeza de consagración a «su cuerda». Había para entonces en Caracas un diablo rival de Pedro Nolasco, el diablo de San Juan[viii], que tenía tanto partido como el de Candelaria y que había dicho que ese día invadiría los dominios de éste para echarle cuero a él y a su turba. Súpolo Pedro Nolasco y fue en busca de él, seguido de su hueste ululante. Topáronse los dos bandos y el diablo de San Juan arremetió contra la turba del otro; con el látigo en alto acudió en su defensa el de Candelaria, y antes de que el rival bajase el brazo para «cuerearlo», le asestó en la cara un formidable cabezazo que a él le estropeó los cuernos y al otro le destrozó la boca. Fue un combate que no se hubiera desdeñado de cantar el Dante.

Desde entonces fue Pedro Nolasco el diablo único contra quien nadie se atrevía, temido de sus rivales vergonzantes, que arrastraban por las calles apartadas irrisorias turbas, admirado y querido de los suyos, a pesar del escozor de las pantorrillas y quizás por esto mismo precisamente.

Pero corrió el tiempo y el imperio de Pedro Nolasco empezó a bambolear. Un fuetazo mal dado marcó las espaldas de un muchacho de influencia, y lo llevó a la Policía; y como Nolasco se sintiese deprimido por aquel arresto que autorizaba el hecho insólito de una protesta contra su férula, hasta entonces inapelable, decidió no disfrazarse más, antes que aceptar el menoscabo de su majestad.

II

Ahora está en la plaza viendo pasar la mascarada. Entre la muchedumbre de disfraces atraviesan diablos irrisorios, puramente decorativos, que andan en comparsas y llevan en las manos inofensivos tridentes de cartón plateado. En ninguna parte el diablo solitario, con el tradicional mandador que era terror y fascinación de la chusma. Indudablemente, el Carnaval había degenerado.

Estando en estas reflexiones, Pedro Nolasco vio que un tropel de muchachos invadía la plaza. A la cabeza venía un absurdo payaso, portando en la mano una sombrilla diminuta y en la otra un abanico con el cual se daba aire en la cara pintarrajeada, con un ambiguo y repugnante ademán afeminado. Era esto toda la gracia del payaso, y en pos de la sombrilla corría la muchedumbre fascinada como tras un señuelo.

Pedro Nolasco sintió rabia y vergüenza. ¿Cómo era posible que un hombre se disfrazase de aquella manera? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que lo siguiera una multitud? Se necesita haber perdido todas las virtudes varoniles para formar en aquel séquito vergonzoso y estúpido. ¡Miren que andar detrás de un payaso que se abanica como una mujerzuela! ¡Es el colmo de la degeneración carnavalesca!

Pero Pedro Nolasco amaba su pueblo y quiso redimirlo de tamaña vergüenza. Por su pupila quieta y dura pasó el relámpago de una resolución.

Al día siguiente, martes de Carnaval, volvió a aparecer en las calles de Caracas el diablo de Candelaria.

Al principio pareció que su antiguo prestigio renacía íntegro, pues a poco ya tenía en su seguimiento una turba que alborotaba las calles con sus siniestros ¡aús! Pero de pronto apareció el payaso de la sombrillita, y la mesnada de Pedro Nolasco fue tras el irrisorio señuelo, que era una promesa de sabrosa diversión sin los riesgos a que exponía el mandador del diablo.

Quedó solo éste, y bajo su máscara de trapo coronada por dos auténticos cuernos de chivo, resbalaron lágrimas de doloroso despecho.

Pero inmediatamente reaccionó y, movido por un instinto al cual la experiencia había hecho sabio, arremetió contra la turba desertora, confiando en que el imperativo legendario de su látigo la volvería a su dominio, sumisa y fascinada.

Arremolinose la chusma y hubo un momento de vacilación: el Diablo estaba a punto de imponerse, recobrando, por la virtud del mandador, los fueros que le arrebatase aquel ídolo grotesco. Era la voz de los siglos que resonaba en sus corazones.

Pero el payaso conocía las señales del tiempo y, tremolando su sombrilla como una bandera prestigiosa, azuzó a su mesnada contra el diablo.

Volvió a resonar como en los buenos tiempos el ulular ensordecedor que fingía una traílla de canes visionarios, pero esta vez no expresaba miedo, sino odio.

Pedro Nolasco se dio cuenta de la situación: ¡estaba irremisiblemente destronado! Y, sea porque un sentimiento de desprecio lo hiciese abdicar totalmente el cetro que había pretendido restablecer sobre aquella patulea degenerada, o porque su diabólico corazón se encogiese presa de auténtico miedo, lo cierto fue que volvió las espaldas al payaso y comenzó a alejarse para siempre a su retiro.

Pero el éxito enardeció al payaso. Arengando a la pandilla, gritó: «¡Muchachos! Piedras con el diablo.»

Y esto fue suficiente para que todas las manos se armasen de guijarros y se levantasen vindicatorias contra el antiguo ídolo en desgracia.

Huyó Pedro Nolasco bajo la lluvia del pedrisco que caía sobre él, y en su carrera insensata atravesó el arrabal y se echó por los campos de los aledaños. En su persecución la mesnada redoblaba su ardor bélico, bajo la sombrilla tutelar del payaso. Y era en las manos de éste el abanico fementido el sable victorioso de aquella jornada.

Caía la tarde. Un crepúsculo de púrpuras se desgranaba sobre los campos como un presagio. El diablo corría, corría, a través del paraje solitario por un sendero bordeado de montones de basura, sobre los cuales escarbaban agoreros zamuros[ix], que al verlo venir alzaban el vuelo, torpe y ruidoso, lanzando fatídicos gruñidos, para ir a refugiarse en las ramas escuetas de un árbol que se levantaba espectral sobre el paisaje sequizo.

La pedrea continuaba cada vez más nutrida, cada vez más furiosa. Pedro Nolasco sentía que las fuerzas le abandonaban. Las piernas se le doblaban rendidas; dos veces cayó en su carrera; el corazón le producía ahogos angustiosos.

Y se le llenó de dolor, como a todos los redentores cuando se ven perseguidos por las criaturas amadas. ¡Porque él se sentía redentor, incomprendido y traicionado por todos! El había querido liberar a «su pueblo» de la vergonzosa sugestión de aquel payaso grotesco, levantarlo hasta sí, insuflarle con su látigo el ánimo viril que antaño los arrastrara en pos de él, empujados por esa voluptuosidad que produce el jugar con el peligro.

Por fin una piedra, lanzada por un brazo más certero y poderoso, fue a darle en la cabeza. La vista se le nubló, sintió que en torno suyo las cosas se lanzaban en una ronda vertiginosa y que bajo sus pies la tierra se le escapaba. Dio un grito y cayó de bruces sobre el basurero. Detúvose la chusma, asustada de lo que había hecho, y comenzó a desbandarse.

Sucedió un silencio trágico. El payaso permaneció un rato clavado en el sitio, agitando maquinalmente el abanico. Bajo la risa pintada de albayalde en su rostro, el asombro adquiría una intensidad macabra. Desde el árbol fatídico, los zamuros alargaban los cuellos hacia la víctima que estaba tendida en el basurero.

Luego el payaso emprendió la fuga.

Al pasar sobre el lomo de un collado, su sombrilla se destacó funambulesca contra el resplandor del ocaso.




[i]  “Carrera”; desfile carnavalesco.
[ii] Joropo, baile nacional de Venezuela
[iii] Araguaney (Tabebuia chrysantha) árbol emblemático de Venezuela que, en plena sequía, exhibe su profusa floración de un amarillo intenso.
[iv] Ná, apócope de “nada”.
[v] Agarrás, apócope de agarradas, pleitos callejeros
[vi] Mandador: fuete o látigo
[vii] Candelaria, tradicional parroquia popular de Caracas, situada en el margen este del casco histórico de la ciudad.
[viii] San Juan, otra parroquia popular de Caracas, situada al margen sudoeste del casco histórico de la ciudad.
[ix] Zamuro (Coragyps atratus) buitre americano, ave carroñera.

viernes, 17 de febrero de 2012

¡Llegó el Carnaval!

Carnavales de El Callao, estado Bolívar
Cada vez que llega el carnaval entro en reflexión. Me pregunto cómo es posible que un pueblo que se dice alegre como el venezolano no haya sido capaz, en 500 años de historia, de crear unas carnestolendas verdaderamente divertidas. Sólo El Callao y Carúpano pueden exhibir unas fiestas animadas y auténticas, ambas por influencia de los carnavales de Trinidad.

No siempre fue así. En el siglo XX las mejores fiestas al dios Momo se dieron en los años 50. Para entonces había una dictadura militar que promovía pan y circo en abundancia y mucho dinero para malbaratar. Las carrozas de instituciones públicas y privadas salían en desfile casi militar artilladas con caramelos, juguetes, papelillo y serpentinas, y  estaban tripuladas por bellas damiselas que lanzaban sus proyectiles a los muchachos que, disfrazados o no, pululaban por las calles gritando: ¡Aquí es!  ¡Aquí es!. La familias que tenían vehículo salían con sus niños, se sumaban a las caravanas y lanzaban caramelos, pitos y papelillo. Claro, eso ocultaba el lado oscuro del carnaval criollo; el del abuso, la grosería y la ordinariez... el del juego con agua, huevos podridos, azulillo y sustancias nocivas.  Hoy el carnaval venezolano no pasa de ser un fin de semana largo, con algunos niños disfrazados para las actividades que programan las escuelas.

Yo, disfrazado de Caballero
Carnavales de 1956
Desde el siglo XVIII tanto la Iglesia como el Estado trataron de "civilizar" ese carnaval bárbaro y sin sentido que siempre produjo muertos, heridos, violaciones e hijos bastardos. En el período colonial los obispos de Caracas trataron se sustituir las fiestas desenfrenadas  cambiándolas por rosarios y procesiones. Por su parte, los gobiernos positivistas que se sucedieron luego de la Guerra Federal se esforzaron en convertir al carnaval en juegos florales, con concursos de disfraces y sesiones de poesía. Ni la Iglesia ni los masones lograron  apaciguar las furia dionisíaca de nuestras fiestas. Fue en los años 70 del siglo XX cuando el gobierno decidió suprimir el Carnaval del calendario festivo, convirtiéndolo en fechas laborables. Poco a poco la gente se fue olvidando de él y de su feo pasado.

Pero hablar de malas fiestas públicas sin mencionar a su promotor, es algo incompleto. José Francisco Cañas y Merino, Gobernador de la Provincia de Caracas entre 1711 y 1715, fue un personaje nefasto que tenía un concepto extraño de la diversión y el buen gobierno. ¿Cómo me explico? Pues bien, le gustaban los juegos públicos, pero no las diversiones sanas como el Sebucán o la Burriquita de Petare. Inventó dos juegos: uno de ellos consistía en enterrar pollos vivos en la plaza del mercado y luego los "jugadores" entraban a galope y procedían a desenterrarlos clavándoles una lanza por un ojo (el más diestro ganaba); la otra diversión popular era atar objetos a la cola de unos gatos y luego perseguirlos a caballo y tratar de darles un mortal latigazo.

Carroza de Miss Mundo en la Av. Urdaneta, Caracas. 1956
En ese mismo espíritu populachero y brutal propició la celebración del carnaval abusivo; él mismo (olvidando la majestad de su cargo), sus esbirros y espalderos gozaron y se divirtieron de lo lindo mojando y ensuciando a los vecinos de la pobre Santiago de León de Caracas. Su mala conducta fue imitada por el pardaje hasta que un día unas muchachas vieron pasar a Su Señoría y procedieron a jugar carnaval con un personaje tan popular y festivo. ¡Le lanzaron un balde de agua!. Don José Francisco, como todo gobernante tiránico de entonces y de ahora, no vio con buenos ojos la gracia de las muchachas. La reacción no se hizo esperar y de inmediato asaltó la casa, raptó a las damiselas y las violó a orillas del río.

Las fiestas populares con gatos, pollos, o baldes de agua sucia y las violencias que esto ocasionaban, sólo fueron parte de la gestión de gobierno de Cañas. También mandó a talar todos los árboles del valle de Caracas alegando razones sanitarias. Los venezolanos de entonces tenían más temple que los actuales y sabían resolver sus problemas de manera expedita. Al final los ciudadanos cansados lo remitieron a España cargado de cadenas, donde estuvo preso por varios años. Un nuevo monarca lo indultó y murió en la miseria.

Carnaval caraqueño de 1956
Carroza