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viernes, 20 de abril de 2012

El sillón endiablado

Santiago Key-Ayala
1874-1959
Entre mis libros cuento con un ejemplar de Obras Selectas (Edime, Madrid Caracas, 1954) de Santiago Key-Ayala. Bello libro, exquisitamente presentado en papel de biblia con filo de oro y tapas de cuero. Verdadero premio para el amante de los libros de segunda mano, en especial si se toma en cuenta la calidad del contenido de esa "selección", que debió se difícil de elegir por cuanto don Santiago era muy prolífico. He pasado muchos ratos de solaz ojeando y hojeando el libro; leyendo un poco aquí, otro poco por allá. Volveremos a Key-Ayala y su obra en otra oportunidad. Compartiremos ahora una interesante historia sobre un personaje del siglo XIX venezolano. Respeté la acentuación de la época.


EL SILLÓN ENDIABLADO

Don Antonio Leocadio Guzmán, llamado "el viejo" para distinguirlo de su hijo "el Ilustre", si no fué hombre legendario, a lo menos fué  de leyendas. Las urdió él con desenfado en sus trabajos de historia y de política. Las urdieron en provecho suyo, amigos y aduladores. Y las urdieron en su contra, adversarios y malquerientes. La historia comienza apenas a iluminar la verdadera naturaleza del personaje, quien, de seguro, no resultará ni tanto ni tan poco.

A la hora misma de su muerte nació y corrió por Caracas una nueva conseja, la locura súbita del sacerdote que oyó su última y quizá primera confesión; tantos y tan graves, un verdadero Orinoco de pecados, fueron los que desembocó en el corazón del sacerdote, don Antonio Leocadio.


Antonio Leocadio Guzmán
Secretos de confesión, difíciles parecen de penetrar. Pero más difíciles de averiguar son los de ultratumba, y sin embargo, la musa vengadora y zumbona de Caracas no se desanimó por tan poco, ni dejó de la mano al viejo Guzmán aun más allá del lindero vital.

Poco después de la muerte de Antonio Leocadio Guzmán, moría a su vez uno de sus contendores políticos, uno de aquellos feroces "oligarcas" o "godos" sobre los cuales vació el pre-muerto don Antonio la retumbante ametralladora de sus iras retóricas. Bien despachado y sacramentado, el oligarca partió. Olor de santidad. Vía libre. Línea recta al cielo. Cuarta velocidad. La vanguardia no existía entonces, ni el auto-bólido. Y, sin embargo, así tuvo que ser.

Pero el bueno de don Godo no tenía prisa. Por algo se es conservador en Venezuela. Seguro el cielo, ¿por qué no echar siquiera un vistazo al infierno? Antes de la renuncia definitiva a las cosas de esta bajo mundo, don Godo quiso aprovechar aquella ocasión única. Don Godo afecto en la tierra a los buenos platos, quiso antes de sentarse a la mesa de los bienaventurados, saborear un estupendo aperitivo. Quería ver por sus propios ojos a don Antonio Leocadio a la crema, es decir, don Antonio a la parrilla, en la más tremebunda paila del terrorífico infierno. Porque de eso no toleraba la mínima duda.

Recorrió salas y más salas. Hornos y más hornos. Pailas y más pailas. Era interminable. Cansado, aburrido, aunque sin renunciar a su deseo, preguntaba a los diablillos. Estos, muy atareados, pero siempre corteses, respondían. Las respuestas eran casi idénticas.

- ¿Don Antonio Leocadio Guzmán? No lo conocemos. ¿Qué quiere usted? ¡Viene tanta gente! Cada día esto se extiende. No podemos conocer a todos los clientes... Pregunte usted al señor Lucifer!

No era malo el consejo y don Godo se decidió a seguirlo. Pensarlo y tener a Lucifer en frente, fue cosa de un instante.

El Diablo lo miró un momento con cierto aire de timidez o de duda. ¿Querría burlarse de él, seguro como estaba del cielo, aquel tremebundo don Godo? Pero acostumbrado a leer en las conciencias, se tranquilizó. El hombre se lo creía con la fe mejor del mundo. Satisfecho ya Lucifer de que no había intensión de desacato, con sonrisa auténticamente diabólica le respondió:

- ¿Don Antonio Leocadio Guzmán? ¡Qué había de encontrarlo! Y dejando estallar por fin la famosa carcajada infernal: - ¡Váyase usted al cielo y no busque más. Don Antonio Leocadio Guzmán, don Antonio Leocadio Guzmán... era... yo!.

Hay fundamentos para creer que el cuentecillo no es original, aunque no basta ser académico de la Historia para comprobarlo. ¿Qué importa? Caracas se rió un poco de los godos, de don Antonio, del infierno y del diablo.


Sala de la Academia Venezolana de la Lengua
Foto tomada de la página web de la AVL, Caracas
Pero hubo quien se tomase la cosa en serio. Una grave y docta Corporación, la Academia Venezolana correspondiente de la Real Española. Aterrada por haber tenido en su seno a Lucifer en persona, la Academia tembló. Para mayor apuro, los más timoratos recordaban que don Antonio había tenido un altercado en la propia Academia y que ese altercado bien pudo acelerar su muerte. Las potestades de la tierra y del infierno estarían coaligadas para perder las almas de los académicos. La Academia se recordó entonces a muy buen tiempo la promesa de Cristo a su Iglesia. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Contra los encendidos rayos rojos del infierno, son de eficacia probada los suaves tonos violetas del hábito prelaticio. Y en el sillón de don Antonio sentó sin demora al Obispo Rodríguez. Murió el buen Obispo y lo reemplazó con el padre Vizcaya, cura de Catedral, y que si no fué Obispo parecía en camino de serlo. Murió el padre Vizcaya y lo reemplazó con el padre Castro, de encendido celo y futuro Arzobispo de Caracas. Murió Monseñor, y se apresuró a nombrar para el endiablado sillón al padre Lobera. Que sea por muchos años.

El padre Lobera tiene hoy a su cargo mantener agobiado al enemigo malo, y todos esperamos y creemos que lo mantendrá humillado por más tiempo del que dure la Academia. Por ahí podemos estar tranquilos. Lo grave es que hay otros sillones olientes a azufre. Por ejemplo el del ilustre padre de la Academia y Director Perpetuo, don Antonio Guzmán Blanco.

Cuentan que el Ilustre, con debilidad paternal, dejaba a las puertas de la Academia el tono olímpico y hablaba en humilde con acento que partía el alma. La hija, ingrata, guardó el más académico silencio en el centenario de su Ilustre fundador. Así se pudren las glorias de este mundo. Y todo, de seguro, por el malhadado cuentecillo de don Godo. Esperemos que la Academia  Venezolana, curada por completo de sus antiguas componendas con el enemigo malo, se convierta pronto en Cofradía Venezolana Correspondiente de la Real Academia Española. A. M. D. G.


En vista de esta historia curiosa de don Santiago, me puse a averiguar cuál era el sillón asignado a don Antonio Leocadio y quienes lo habían ocupado en sucesión. Visité la página de la Academia Venezolana de la Lengua y allí estaba:

El Sillón de Antonio Leocadio Guzmán es el marcado con la letra B y, en efecto, estuvo ocupado por prelados por casi un siglo. Sucedieron al viejo Guzmán: Mons. Manuel Felipe Rodríguez, Obispo de Santo Tomé de Guayana; P. Daniel Vizcaya, párroco de la Catedral de Caracas; Mons. Juan Bautista Castro,  Arzobispo de Caracas; P. Pedro Pablo Barnola SJ, y ahora lo ocupa Mario Torrealba Lossi (un laico). Por ningún lado en las listas de la Academia aparece el padre Lobera. Sin embargo, se sabe que el Siervo de Dios Juan Bautista Castro, Arzobispo de Caracas murió en olor de santidad en 1915, cuando el padre Barnola tenía sólo 7 años de edad.... ¡Vaya niño prodigio! El padre Barnola se incorporó como individuo número por la Academia Venezolana de la Lengua en 1952. Le escribí a la Academia y espero la respuesta para compartirla. Ojalá respondan y aprovechen para actualizar la página. Tal vez lo hagan "cuando la rana eche pelo".