Manzanitas criollas, de las huertas venezolanas |
Cuando veo las cada vez más escasas manzanas criollas recuerdo el cuento de Julio Garmendia que hoy leeremos. También viene a mi mente el esfuerzo de los castellanos por aclimatar los frutos que les eran familiares en la lejana Castilla a las condiciones del trópico. Caracas tuvo sus buenas huertas con manzanos, perales, higueras, membrillos y duraznos, y hasta exportaba trigo a las Antillas.
Las manzanas criollas son muy buenas para comerlas como fruta (con un gusto entre dulce y ácido que traiciona su adaptación al trópico) o para prepararlas en almíbar. Con tal fin las compré, pero no resistí la tentación. Aquí está la receta, que también se puede hacer con las frágiles manzanas del Norte (o del Sur, si vienen de Chile); está tomada de La cocina de Casilda, dulces y bocadillos de la Venezuela de ayer (Los Libros de El Nacional, Caracas, 2005) por Graciela Schael.
Dulce de manzanitas refrescándose antes de pasarlo a una dulcera. Foto de una cosecha anterior |
Dulce de manzanitas criollas
9 manzanitas criollas color verde tierno;
3/4 de kilo de azúcar;
agua
Preparación:
Se lavan las manzanas, se pelan reservando las cortezas y se colocan en agua (acidulada con jugo de limón para que no oscurezcan).
Mientras tanto, se sancochan las cortezas y, cuando el agua tome color, se sacan de la olla. Se le añaden 3/4 de kilo de azúcar y luego las manzanas, dejándolas cocinar a fuego bajo hasta hasta que estén blandas y el almíbar tenga buen punto, es decir, que espese.
Mientras nos deleitamos con esta delicia criolla, tal vez acompañado de un manjar blanco, podemos leer un cuento alusivo, como LA MANZANITA, de Julio Garmendia, que es un clásico de la literatura venezolana.
Julio Garmendia 1898-1977 autor |
LA MANZANITA
Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas
manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.
—¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora que han
llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y perfumadas? ¿Quién va a quererme
a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni
siquiera en dulce?
La manzanita criolla se sintió perdida... |
—¡Qué preciosidad de manzanas! Déme una.
—Déme dos.
—Déme tres.
Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y
coloreadas norteñas; suspiró y dijo:
—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que no
sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado fruncidas!
La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a ponerse
coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.
Y las manzanas del Norte iban saliendo de sus cajas,
donde estaban rodeadas de fina paja, recostadas sobre aserrín, coquetonamente
envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en avión desde muy
lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que las hacía aún más
apetitosas y encantadoras.
—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en
un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita, con lágrimas en los ojos,
rumiando su amargura.
Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había
dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían
claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban
del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los insectos y la
tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que entraban o salían
de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se tragaba
sus lágrimas en silencio.
Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero
traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y cuidados, como si fueran
tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no pudo aguantarse más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de
sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa, que estaba allí envuelto
en su verde corteza.
—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió Manzanita con
voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que se cae desde lo alto de
los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son las piedras las que
lloran si usted les cae encima…
Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual creyó
necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su puesto.
Manzanas criollas (pequeñas e irregulares) y las importadas (olorosas y sonrosadas) |
—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no quiere
decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por dentro soy blando,
tierno y suave como una capita de algodón.
—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a
conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como las lágrimas, y que
eso viene de su gran corazón que usted tiene.
—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué quería
usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!
—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita, conteniendo
a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando aquí en la frutería. Esas
del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el mundo, y todos las
encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la pobre
Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.
El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita.
Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para tratar de consolarla.
—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole los
brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!
—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente la
Lechosa (que era una señora Lechosa bastante madura y corpulenta).
Lechosa |
Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos
húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:
—¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No comparte
el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima verde a punto de caer!
—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a decir el
Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–. Mi piel puede ser dura
y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.
En esto se desprendió un Cambur de uno de los racimos que
colgaban del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana. Pero la Guanábana no
se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo sucedido; es tan
buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por fuera, son tiernas
a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de su dedito. Pero la
Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso amarilla de
rabia –amarilla como un limón.
—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre cayéndole
a una encima.
—¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el Cambur–.
Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el Sol.
La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.
—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le gritó un
contrahecho Topocho pintón.
—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa dentro
de una cesta.
—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero hueles
demasiado, te echaste encima todo el perfume.
—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la
Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y porque no huelen
tanto como tú.
La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado
también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de costumbre.
—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–, ¿por qué
no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en la cara para que
no se vea tan lustrosa?
—Pues a mí –dijo de repente, cuando menos se esperaba, un
grueso señor Mamey–, a mí no me importa lo que le pase a Manzanita. Al fin y al
cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia entre Manzanas. No hay que
ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!
Estas palabras del Mamey causaron un momentáneo
desconcierto.
Miráronse las frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue
el eminente señor Coco quien, reponiéndose el primero de la sorpresa, tomó al
fin la palabra.
—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente el Coco–; yo creo
que sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo –añadió bajando
significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–, no sabemos lo
que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de éstos pueden
comenzar a llegar también Cocos del Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del
Norte, Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas, Nísperos,
Parchas, Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes del
Norte! ¿Y qué será entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de nosotros
todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos, encogiditos y apartaditos,
como le pasa hoy a Manzanita!
Guanábana, de amplio consumo como fruta fresca y en la preparación de dulcería criolla. |
El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus
adentros, se puso aún más amarillo, aunque siguió siendo marrón por fuera. Las
ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación nada común.
En los cocales, en efecto, se mueve él a grande altura
sobre el nivel del suelo; por esto se supone –o supone él– que ya desde muy
lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el más llamado a
hablar en nombre de las frutas tropicales. Pero esta elevada posición del Coco,
sin embargo, también suscita envidias y resentimientos… El ventrudo Tomate, por
ejemplo, se puso rojo como un… ¡tomate!
—Yo no les tengo miedo a los Tomates del Norte –dijo,
inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no pueden ser más
colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las Manzanas del Norte,
porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco con
ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países nos llaman a nosotros
“manzanas de oro”; de modo, pues, que…
—También yo –dijo uno de los Cambures, cortándole la
palabra al Tomate–, también yo tengo cierto grado de parentesco con esas
extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi segundo
apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.
Unos muchachos que venían de la escuela entraron
ruidosamente en la frutería y empezaron a comprar manzanas –¡manzanas del
Norte, por supuesto!–. Las acariciaban, las sopesaban, las olían, hasta les
daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de Manzanita, como
si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita, que se había quedado
distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se hubiera
arreglado con sólo palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra
vez de sus pesares. Entonces se le acercó la Piña y se puso a acariciarla y a
mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la mejilla, Manzanita
se escurría un poco hacia atrás, diciendo:
—¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!
Piña o ananás, las mejores se cultivan en los Andes |
Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a causa de
las escamas y las sierritas punzantes que la adornan por todos lados, sino que
era a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita, y que a cada instante
se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola y mimándola. Mientras
más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y mejor la acariciaba y la estrechaba
entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola gritar más todavía.
Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de ella y
empezaron a decir, para distraer la atención de la Piña:
—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que dicen los Mangos.
—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña, volviéndose.
—Que usted y que es agria…
Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.
—¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera de sí–. Pues ¿qué no
dirán de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que todos andan con la boca
abierta de lo buenas y sazonadas que son!
—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia Piña
–explicaban los Mangos–. Nosotros somos frutas que venimos de gran árbol, y no
nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.
—¡De gran árbol! –rió la Piña con sarcasmo–. Pero no
estamos hablando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién más dulce que yo,
cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió levantando la
voz– que están tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que no lo saben?
El Mango soltó la risa.
—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza –dijo–,
ya se cree dama de gran copete.
—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete –se oyó–.
¡Tengo corona!
Todos se volvieron, mirando a la Granada, que llevaba una
corona, una verdadera y auténtica corona real, esto era innegable.
Granada, otra fruta europea aclimatada en Venezuela. Cada vez más escasa. Antes era abundante en los jardines. |
—¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–. Llevo una
corona de seis picos; por consiguiente, soy la reina de las frutas…
—¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo, como de costumbre
tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás madura y no encuentras quien te lleve,
te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo el que pasa, a
ver si te cogen! ¡Dientona!
La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.
La señora Patilla venía acercándose hacía rato,
arrastrándose como un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para decir, aunque
algo tardíamente:
—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes esos
caballeritos Mangos, y yo en particular, que por mi tamaño y otras cosas puedo
considerarme también reina de las frutas…
—¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.
—¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree reina!
–rieron dentro de un canasto unas niñitas muy traviesas, y que tenían fama de
loquillas, las Guayabas.
Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida
Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía pronta a
defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.
Manguitos de bocado, se quita la concha, se come pelao |
La frutería estaba ya cerrada hacía rato, y todavía
hablaban las frutas (como si exhalaran su aroma, cada una el suyo). La
Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo cerrar los
ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando volvieron a abrir la
frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La Manzanita criolla se había
muerto de pena y de vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan
fruncidita, tan acidita y tan durita. ¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo,
tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno, perfumado, ella
también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.
Esto era lo que ahora decían todos alrededor de ella, y
la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus hombros y le ponían flores
encima.
La llevaban a enterrar. Pero la que más lloraba en el
entierro de Manzanita, la que más triste iba, era la misma Manzanita, que se
tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El cortejo pasaba por la
falda del cerro, y estaban presentes las frutas más importantes y
representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas,
no había podido llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino
rodando hasta el pie de la cuesta una y otra vez; allí se quedó al fin,
inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo
subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en
rama; murmuraban las hojas, alguna se desprendía y venía a posarse en tierra.
La neblina cubría la faz del sol.
Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo, hubo un
formidable estremecimiento. “Seguramente disparan el cañón por mí, o se hunde
el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó luego la palabra el joven Durazno,
amigo de infancia y compañero de juegos de Manzanita, y todos comenzaron en
seguida a echarle tierra encima… Manzanita se enderezaba, pataleaba, se
empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una gallinita en un
basurero. Pero la tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin Manzanita quedó
tapada.
Ciruela de huesito, la reina de mayo. |
Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido cuesta
abajo, hacia la frutería otra vez, llegó por entre la tierra oscura y recién
removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:
—¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan dura?
—De dolor, señor Gusano, viendo llegar a esas ricas
Manzanas del Norte, y que nadie más sentía gusto por mí –contestó ella–. Ni a
los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué iba a seguir
viviendo?
—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al oído el gusano–, te
voy a dar un consejo. Mejor es que no te mueras todavía. Oye lo que te voy a
decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé, y te lo digo
porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.
La Manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello que
le decía el gusano.
—¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas bichas?
–preguntó con los ojos brillantes.
—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que las daña
–explicó el gusano, con aire entendido y científico.
Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la
tierra que le habían echado encima, se salió afuera y se vino rodando cerro
abajo hasta la frutería otra vez.
Acababan de alzar ruidosamente la reja de hierro que
servía de puerta a la frutería (fue éste el estampido que oyó en sueños
Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de sorpresa al
ver entrar tan fresca y ágil a Manzanita.
—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le preguntaban todas a
la vez–. ¿No te dejamos esta mañana muerta y enterrada?
—¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita, olorosa todavía a
tierra–. Pero es que he venido a ver una cosa, una sola cosa no más, y después
me voy otra vez; si no es nada, me vuelvo a ir a enterrarme yo misma. Ustedes
no tienen que volver a llevarme, ni acompañarme, ni volver a subir el cerro, ni
echarme otra vez la tierra encima. ¡Muchas gracias! Yo misma me la echo… ¡Un
momento!
Y Manzanita se hizo aún más pequeña de lo que era en
realidad, al ver que ya el frutero abría las cajas. Estaba más fruncida que nunca,
de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos de paja y de papel de
seda en que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a salir manzanas
manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o ya próximas a descomponerse… Y
el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza y hablaba para
sí mismo, jurando y maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo recobrando
ánimos. Al fin ya no pudo contenerse más, y corrió por toda la frutería
llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la Patilla, dispersó a
los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre los Mangos,
le dio un golpe al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos; diciendo
entusiasmada:
Parcha gradanina o badea, sazona en junio. |
—¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se dañan
todas!
Y Manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.
Entretanto, el afligido frutero iba echando en una cesta
sus manzanas inservibles, e iba metiendo en la nevera las que todavía estaban
sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que hacía. Subida sobre
el montón de Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del cristal de la
nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos por el llanto.
Miraba a las rosadas y opulentas Manzanas instaladas
ahora dentro del frío esplendor de la nevera –entre Uvas y Peras–, como reinas
y princesas en el interior de su palacio.
—¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro que en su
tierra no son nadie! –les dijo, mirándolas de soslayo.
Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo de su
corazón, ya les estaba perdonando su belleza y su atractivo. Su ira se aplacó
inesperadamente… y, en lo secreto y profundo de sí misma, un súbito vuelco se
produjo…
—Después de todo –dijo al cabo de un momento, bajándose
del montón de Cocos y echando otra mirada a la cesta de las manzanas
desechadas–, son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los
niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas, como yo!
La fruta importada se deteriora facilmente |
Y la maravillosa alegría cundió por todos lados; se
comunicó a todas las frutas; sus fantásticos colores refulgían, bajo el rayo
del sol que las tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con capricho;
confundíanse sus aromas en la tibieza del aire tropical. Materialmente
fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón; bailaban los Cambures,
jubilantes; el Aguacate daba traspiés, su cuello largo y retorcido impedíale
moverse acompasadamente; la Patilla sonaba a hueco, y se deslenguaba; Nísperos
y Chirimoyas y Frutas de Pan saltaban fuera de las cestas y los sacos; los
mismísimos señores Cocos Secos se echaron a rodar por aquí y por allá, con
sordo ruido, exhibiendo al sol sus largos y duros pelos; y los Mamones, así
como las Guayabas y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas –¡cuándo no!–,
aprovecharon también la confusión para ponerse a corretear por el suelo, como
ratones, persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas, escondiéndose
entre las Lechosas, las Parchas o las Guanábanas. El frutero se afanaba,
recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué pensar ni qué hacer ante aquel
desbarajuste inusitado… A través del cristal de la nevera, Manzanita se sonreía
con las norteñas. El rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El maduro
Tomate le echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que merodeaban por allí
en busca de dulzores, bailaron frenéticamente unas con otras!
Julio Garmendia
Buenas noches
ResponderEliminarSimpático el cuento. Había oido hablar de Julio Garmendia desde mi adolescencia. Pero mucho mas de Salvador Garmendia. Nunca había leído nada de don Julio. Pero si de Salvador. Ignoro si son familia o tal vez no guardan entre si ningún parentesco. No se y no tiene importancia.
Nosotros debemos centrarnos, por asi decir, en las frutas tropicales que son las nuestras, las que la Naturaleza nos proporcionó, no lo digo por ese complejo de inferioridad que ama en exceso lo importado bajo una apariencia de aborrecimiento, ni por ánimo excluyente
Sucede que la gran mayoria de las frutas de climas templados y frios (manzanas, peras, ciruelas (prunus), grocellas, melocotones y por ahi sigue) necesitan períodos de frio, o sea una estación de invierno (no lo que entendemos en el trópico por invierno, sino nieve, temperaturas bajo cero, frio bravo pues porque así acumulan mas sustancias nutritivas. Y durante la formacion del fruto el clima debe ser suave (primavera) y en la recolección debe ser mas a menos cálido (verano-otoño) estas condiciones no se dan en ningun piso climático del trópico, pues aunque se pueden obtener manzanos y perales del mismo tamaño que en sus lugares de origen y hasta florean bonito en un clima como el de Caracas, los frutos siempre serán raquiticos, es como el muchacho muy alto y enclenque. Las condiciones para el cultivo de las mal llamadas frutas exóticas en Suramérica se dan al sur de Argentina y Chile y en las zonas "altas" del extremo sur brasileño. También todos los cítricos son tropicales, los árabes tras siglos de esfuerzos y de tesón, consiguieron hacerlos prosperar en una zona agena a su clima como lo es la región mediterránea
Investiguemos a fondo las frutas tropicales, si es que no se ha hecho, en el sentido de condiciones alimentarias, terapeuticas etc. Promovamos su cultivo, su consumo
PS
Si tuviéramos una economía bien administrada es seguro que nos daríamos el lujo de tener una moneda altamente sobrevaluada y traeríamos también nuestras fruticas "exóticas" para "cosmopolitizar" la alimentación del venezolano.
Totalmente de acuerdo contigo. Las especies tropicales son las que mejor se adecuan al clima y las que se dan más fácilmente. Por mi parte, nunca me ha emocionado una manzana o una pera. Mis gustos son los del cálido trópico.
ResponderEliminarDon Julio ha sido indebidamente obligado.
Feliz noche.
Corrijo: injustamente olvidado. Lapsus mental.
Eliminarbravo bravo bravo eres fantastico como les tapaste esos disparos del "Real Madrid" bravo favuloso
ResponderEliminarnecesito una exageracion del cuento para un trbajo ayudaa
ResponderEliminar??
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarputo
ResponderEliminarbeneficios de la planta como medicina
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