Mi prima Margarita y un ciberamigo me piden que les eche el cuento de Manuelote, el soldado realista que había sido mayordomo del Hato La Calzada cuando José Antonio Páez era un simple peón. El Centauro de los Llanos contó la historia en su
Autobiografía (Ediciones Antártida, 1960), de donde tomo la historia, manteniendo la ortografía original. Recordemos que a los 17 años de edad, José Antonio Páez Herrera, un muchacho de familia, luego de matar a un salteador de caminos que quería robarle, huye hacia Barinas y hasta las riberas del Apure, temeroso de que las autoridades españolas lo hicieran preso (así sucede con los gobiernos ineptos; se hacen los suecos con los malandros y molestan al que se defiende). Eso sucedía en 1807.
(...) Tocóme de capataz un negro alto, taciturno y de severo aspecto, a quien contribuía a hacer más venerable una híspida poblada barba. Apenas se había puesto el novicio a sus órdenes, cuando, con voz imperiosa, le ordenaba que montase un caballo sin rienda, caballo que jamás había sentido sobre el lomo ni el peso de la carga, ni el del domador. Como ante órdenes sin réplica ni excusa, no había que vacilar, saltaba el peón sobre el potro salvaje, echaba mano a sus ásperas y espesas crines, y no bien se había sentado, cuando la fiera empezaba a dar saltos y corcovos, o tirando furiosas dentelladas al jinete, cuyas piernas corrían graves peligros, trataba de desembarazarse de la extraña carga, para él insoportable, o despidiendo fuego por los ojos y narices, se lanzaba enfurecida en demanda de sus compañeros en los llanos, como si quisiera impetrar su auxilio contra el enemigo que oprimía sus ijares.
Páez nos cuenta de seguidas cómo era la doma de un caballo y las sensaciones del peón en la faena, antes de entrar a describir su relación con Manuelote, el mayordomo, quien debió ser un esclavo de suma confianza del viejo Pulido:
El hato de la Calzada se hallaba a cargo, como he dicho, de un negro llamado Manuel o, según le decíamos todos, Manuelote, el cual era esclavo de Pulido y ejercía el cargo de mayordomo. El propietario no visitaba en aquella época su finca, por haberse quemado la casa de habitación, y todo cuanto existía en el hato se hallaba a la disposición del ceñudo mayordomo. Las sospechas que algunos peones habían hecho concebir a Manuelote, de que, bajo el pretexto de buscar servicio, había ido yo a espiar su conducta, hicieron que me tratase con mucha dureza, dedicándome siempre a los trabajos más penosos, como domar caballos salvajes, sin permitirme montar sino los de esta clase; pastorear los ganados durante el día, bajo un sol abrasador, operación que por esta causa y la vigilancia que exijía, era la que yo más odiaba; velar por las noches las madrinas de los caballos, para que no se ahuyentasen; cortar con hacha maderos para las cercas, y finalmente, arrojarme con el caballo a los ríos, cuando aún no sabía nadar, para pasar como guía los ganados de una ribera a otra. Recuerdo que un día, al llegar a un río, me gritó: "Tírese al agua y guíe el ganado ". Como yo titubease, manifestándole que no sabía nadar, me constó en tono de cólera: "Yo no le pregunto a Ud. si saber nadar o no; le mando que se tire al río y guíe el ganado".
Mucho, mucho sufrí con aquel trato: las manos se me rajaron a consecuencia de los grandes esfuerzos que hacía para sujetar los caballos por el cabestro de cerda que se usa para domarlos, amarrado al pescuezo de la bestia, y asegurado al bozal en forma de rienda. Obligado a bregar con aquellos indómitos animales, en pelo o montado en una silla de madera con correas de cuero sin adobar, mis muslos sufrían tanto que muchas veces se cubrían de rozaduras que botaban sangre. Hasta gusanos me valieron en las heridas, cosa no rara en aquellos desiertos y en aquella vida salvaje; semejantes engendros produce la multitud de moscas que abundan allí en la estación de las lluvias.
Acabado el trabajo del día, Manuelote; echado en la hamaca, solía decirme: "Catire Páez, traiga un camazo de agua, y láveme los pies"; y después me mandaba que le meciese, hasta que se quedaba dormido. Me distinguía con el nombre de catire (rubio), y con la preferencia sobre todos los demás peones, para desempeñar cuanto había más difícil y peligroso que hacer en el hato.
Cuando algunos años después lo tomé prisionero en Mata de la Miel, le traté con la mayor bondad, hasta hacerle sentar en mi propia mesa, y un día que le manifesté el deseo de serle útil en alguna cosa, me suplicó como único favor que le diera un salvo-conducto para retirarse a su casa. Al momento lo complací, por lo que, agradecido al buen tratamiento que había recibido, se incorporó más tarde en mis filas. Entonces, los demás llaneros en su presencia solían decirse unos a otros con cierta malicia: "Catire Páez, traiga un camazo de agua y láveme los pies": Picado Manuelote con aquellas alusiones de otros tiempos, les contestaba:"Ya sé que Uds. dicen eso por mí; pero a mí me deben tener a la cabeza un hombre tan fuerte, y la patria una las mejores lanzas, porque fui yo quien lo hizo hombre".
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Páez, detalle de Vuelvan Caras
Arturo Michelena |
Después de vivir dos años en el hato de La Calzada, pasé con Manuelote al Pagüey, propiedad también de Pulido, con el objeto de ayudar a la hierra y a la cojida de algún ganado para vender. Allí tuve la buena suerte de conocer a Pulido, quien me sacó del estado de peón, empleándome en la venta de sus ganados, y como mi familia me había recomendado a él me ofreció su protección conservándome a su lado...
Aquí tenemos a dos personajes importantes en la vida del León de Payara: Manuelote, que lo hizo hombre y lo enseñó a domar hombres y bestias; y don Manuel Pulido, propietario de varios hatos, quien reconoció su talento, le enseñó un oficio y luego lo instó a luchar por la patria y la libertad.
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