domingo, 6 de enero de 2013

El general en su laberinto

Últimos momentos del Libertador
Antonio Herrera Toro
El cuadro de Antonio Herrera Toro, Los últimos momentos del Libertador, que encabeza este artículo, tiene aspectos y detalles interesantes que pensé que podría colocar en este blog en ocasión del aniversario del fallecimiento de Simón Bolívar, o sus últimos días en la quinta de San Pedro Alejandrino en diciembre de 1830. Capturé la imagen y se me ocurrió enriquecerla con la identificación de los personajes que lo acompañaron y con la transcripción de su última proclama, del 10 de diciembre de 1830.

A primera vista resaltan algunos detalles: sobre la cabecera de la cama del moribundo destaca un cuadro de la Santísima Trinidad, devoción de la familia Bolívar; están también el médico francés Alexandre Prosper Réverend y el cura de la vecina aldea de Mamatoco administrado los últimos sacramentos. Al lado izquierdo del espectador, aparecen civiles y militares ¿Quiénes eran? Uno llora desconsolado. Herrera Toro no había nacido para la fecha, por lo que todos los retratos y la escena está idealizada al gusto académico del último tercio del siglo XIX.

Recurrí primero a Vinicio Romero; su libro Qué celebramos hoy (Italgráfica, Caracas, 1996) tiene buenas referencias sobre los hechos, quiénes estaban allí y hasta incluye el texto de la última proclama:
Colombianos:
Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba la tiranía. He trabajado con desinterés abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento.
Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.
Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que la la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la Unión: los pueblos obedeciendo al actual gobierno, para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales.
¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
El último párrafo, sacado de contexto y dejando de lado las verdaderas intenciones de Simón Bolívar, ha sido utilizado por tiranos de derecha e izquierda -o aspirantes a serlo-, y sus seguidores para buscar la supresión de los partidos políticos y propiciar el pensamiento único, sin oposición. ¿A qué partidos se refería Bolívar? Para aquel momento no había en Colombia La Grande partidos políticos organizados. Se refería al partido asumido por muchos "grancolombianos" por la secesión. Ya Venezuela se había separado. Si se lee completa, y en su contexto histórico, veremos más claro lo que nos dice el Padre de la Patria a la hora de su muerte: cada quien en su lugar, cumpliendo con su deber y trabajando por la unidad nacional. Trataba también de calmar la virulencia política interna del momento.

Faltaba entonces saber los nombres de los personajes del cuadro. Romero reseña:
En 10 de diciembre de  1830 es el día de la última proclama del Libertador, dictada desde su lecho de moribundo. Firmó el testamento y recibió los Santos Sacramentos de manos del humilde cura de la aldea de Mamatoco, quien llegó en la noche con sus acólitos y varios indígenas.
Luego, rodeado de sus más íntimos amigos, como José Laurencio Silva, Mariano Montilla, Joaquín de Mier, Ujueta, Fernando Bolívar, etc., el notario Catalino Noguera empezó a leer el histórico documento, pero apenas llegó a la mitad, porque la emoción y el dolor le ahogaron la voz. Continuó la lectura Manuel Recuero...
Gabriel García Márquez
No me gustó la lista (y su etcétera) por lo incompleta y recordé la novela de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto (Mondadori, Madrid, 1989), que incluye a otros personajes, como por ejemplo al hijo de Agustín Iturbide, fallecido Emperador de México. Allí decidí vincular el cuadro de Herrera Toro a una reseña sobre la novela del Gabo y olvidarme de la lista.

Leí esta novela por primera vez en francés cuando era Primer Secretario de Venezuela en Haití, y luego compré en Caracas un ejemplar en castellano. Antes de que la publicaran ya tenía conocimiento de su existencia. ¿Cómo? Que nos dé la pista el autor, el la sección de Gratitudes:
Mi viejo amigo Aníbal Noguera Mendoza -desde su embajada de Colombia en Puerto Príncipe- me envió copias de papeles personales suyos, con su permiso generoso para servirme de ellos con libertad, a pesar de que eran notas y borradores de un estudio que él está escribiendo sobre el mismo tema. Además, en la primera versión de los originales descubrió media docena de falacias mortales y anacronismos suicidas que habrían sembrado dudas sobre el rigor de esta novela.
Un día mientras cerraba la valija diplomática de mi embajada, vi un sobre grande de la Embajada de Colombia dirigido al Dr. Simón Alberto Consalvi. Antes de agregarlo al índice le pregunté a mi embajador sobre su contenido -soy curioso-. La respuesta fue: "Es un material que manda Aníbal para un libro que está escribiendo García Márquez".  Así, cuando a mediados de 1989 vi la primera edición en francés la leí con gusto. El Embajador Noguera Mendoza me distinguía y honraba con su amistad y afecto porque conocía mi amor por la historia. Un día en una reunión informal entre amigos, le comenté el libro y las cosas nuevas que había leído. Me dijo que los datos históricos eran verídicos y agregó: "Eso fue lo que le hicieron a Simón Bolívar". No sé si Noguera Mendoza llegó a concluir el trabajo al que se refiere el autor, pues murió el 1° de septiembre de 1990. Fue uno de los diplomáticos más interesantes que conocí a lo largo de mi carrera.

El día de Año Nuevo me puse a revisar la biblioteca de unos amigos y conseguí un ejemplar del El general en su laberinto. Lo saqué y decidí darle una ojeada y una hojeada. Para mi sorpresa y satisfacción me encontré en la página 271 con un viejo recorte de prensa con la crítica que hizo José Ignacio Cabrujas a la entonces nueva novela de García Márquez. Fue publicada por El Nacional de Caracas el 21 de abril de 1989, a los pocos días de salir de la imprenta. La transcribo completa porque, además de ser una buena pieza de crítica literaria, considero que aun tiene vigencia:

LOS OTROS LABERINTOS DEL GENERAL

El general en su laberinto
Portada
¿ Será que hay un destino en la memoria de Bolívar? ¿Existirá, me he preguntado a veces, alguna otra manera de recordarlo como no sea esa lloradera enfermiza y hasta manipuladora que ahora aparece refrendada nada menos que por el mismo Gabriel Gacía Márquez al casi módico costo de cuatrocientos idems? ¿Qué poderes poseyó este hombre, como dirían los rosacruces, para seguir inspirando ciento cincuenta y tantos años después de su muerte, el mismo ayayay lastimero, las mismas frases hechas, la eterna marmolería de "aquí yace quien fue en vida un incomprendido derrotado por los mediocres y los sinvergüenzas"?
Y sin embargo, lo insólito es que nuestro hombre fue un triunfador emblemático. Mucho más que Trozsky, por ejemplo, a quien nadie tiene la ocurrencia de recordar con tamaña melancolía, como si se tratara de la vida  del abnegado Job o del buenazo de San Onofre. Si ha de atenerse uno al libro de José Antonio Cova, estamos  ante alguien  que en Roma dijo, voy a hacer esto y esto y esto y lo hizo. Voy a sacar a los españoles de América, y fue y los sacó. La Historia de Venezuela, registra en su permanente y hasta exasperante culto al fracaso, la excepción de dos hombres que lograron ver en vida la plena realización de sus ilusiones y promesas. El primero es Cristóbal Colón, de quien puede decirse que cumplió lo que en hora de santa angustia prometió a la Señora Católica, ¡Que a que voy y descubro y traigo un loro! Y fue y descubrió y trajo su loro. El segundo es Simón Bolívar en la escena de Monte Sacro, donde después de un picnic cultísimo, va y dice delante del memorioso Rodríguez, húmedos los ojos y palpitante el pecho: "Juro que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español (¡Me lo sigo sabiendo de memoria, profesora Ligia!). Veintitrés años después usted no encontraba desde aquí hasta los confines del Perú , lo que se dice un español para un remedio, porque de verdad que al hombre no se le quedó quieto el corazón, ni se le tranquilizó el alma, como tiene que ser en esta vida, cuando vale la pena vivirla.
Después luego que no anduvo solo en estos trotes, y esto es lo que decepciona de la novela de García Márquez. La manía del iluminado. El conductor de necios que sólo saben obedecer a la orden del caudillo. Antonio José de Sucre vive sólo en la medida en que el Libertador lo distingue. José Laurencio Silva, es una especie de general madrinero, que lleva la tropa de soldados hasta Cúcuta. Y el resto es comparsa de compañía dramática ecuatoriana y sin nómina.
Como se trata de un gran escritor y no del coronel o mayor que suele contestarme este tipo de artículos, asegurándole a los lectores de este diario que yo soy un amargado, la historia termina por arrugarle a uno el alma, como el último acto de La Traviata. El viaje del Libertador, hacia el sepulcro, por la eternidad del Magdalena, es en este caso una pesadilla agobiante. Un genio incomprendido sufre las vilezas de sus contemporáneos. Santander es poco menos que una rata peluda. El presidente Mosquera, un cagón despreciable. El General Páez algo parecido a la primera versión de Don Secundino en París, por lo que tiene de chato y de Sargento García. Todos somos culpables, todos estamos pagando esta karma de no haber sabido medir la grandeza de La Gran Colombia, o lo que es igual, de no poder exhibir un mapa a tono con la cartografía norteamericana.
José Ignacio Cabrujas
Juro que después de los Ejercicios Espirituales del fiero Ignacio de Loyola, que en esto de hacer sentirse mal a la gente era todo un experto, no se ha escrito en toda la historia de la literatura, una manipulación semejante. El final de Madama Butterfly, cuando la pobrecita japonesita se hace el harakiri por culpa de un bostoniano irresponsable, es hasta sereno y objetivo, comparado con esta tortura ladillosísima, que a mi me recuerda a mi profesora de historia cuando en los lejanos días de bachillerato, nos encerraba a las dos de la tarde bajo un espantoso techo de zinc, y nos decía, que ríete de Yajaira Orta: !Lo mataron los mediocres! ¡Santander lo mató! ¡Obando cuando emboscó al Abel de Colombia! ¡Bustamante que ordenó la salida del ejército colombiano, acampado en Lima! ¡Mosquera el traidor, Mosquera el canalla, tan baboso e hipócrita! ¡Páez por carnemechudo y caraotero! Y uno encogido bajo el techo de zinc, no se atrevía ni a respirar no fuera a ser que la profesora Ligia me dijera: ¡Fuiste tú, Cabrujas! ¡No te hagas el pendejo! ¡Tú lo mataste y te voy a poner menos tres en el semestral, cínico!
Pero profesora, preguntó un día el Chino Chang, que en estas cosas era de lo más laotsiano, -¿No y que murió de tuberculosis de tanto escampar mal? Y dijo Ligia: ¡porque le bajaron las defensas esos desalmados! Yo recordaba entonces mis casi místicos días en el colegio de los Jesuitas  cuando acaecía la desgracia de que el calendario se volviera viernes santo. Entonces, Genaro Aguirre, implacable, Zacconi de todos los tormentos, Garrick de mi temprana adolescencia, paseaba su mirada ceñuda, que después aprendí a reconocer como llena de bondad, por los delincuentes apiñados en el aula y decía, con estilo campanudo y voz ahogada: ¿Alguien en este curso se imagina lo que pudo haber sido un latigazo de centurión romano? Y uno que había visto ya Los Últimos Días de Pompeya, se decía a sí mismo: ¿Quién sabe, pero tiene que ser una vaina terrible. Entonces Aguirre Elorriaga, hacía una pausa jodidísima, que en mi efímera carrera de actor intenté copiar y nunca pude, y decía con acento exhausto y cejas arquedas: -¡Cincuenta latigazos recibió Cristo después de ser conducido a la presencia de Pilatos! ¡Y cada vez que tú pecas, Cabrujas, es un latigazo más, cada vez que robas diez bolívares a tu prima, cada vez que te masturbas, cada vez que sueñas con la totona de Lucía Peralta, Cabrujas, eso es latigazo que le estás dando a Jesús, latigazos y latigazos!!! ¡No padre, no! ¡Por favor, no! ¡Sí, Cabrujas, sí y sí!
Todo culto necesita de una injusticia, y en el risueño Simón Bolívar, uno de los hombres a quien mejor le ha ido en la historia de la humanidad, a pesar de haber muerto arruinado, cosa que le importó bien poco porque no se trataba de la carrera de Pedro Tinoco, no podía ser la excepción.
Muere el hombre en Santa Marta, muere de muerte, en un tiempo donde cuarenta y siete años era vejez y uno cierra la novela de García Márquez y le provoca decir la eterna y mentirosa conclusión latinoamericana cada vez que el siglo veinte se nos hace consecuencia del diecinueve.
-¡Qué mierda somos! ¡Y lo peor es que la cosa, es desde bien atrasito... y sin remedio!

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