EN EL TEOCALLI DE CHOLULA
¡Cuánto es bella la tierra que habitaban
los aztecas valientes! En su seno
en una estrecha zona concentrados,
con asombro se ven todos los climas
que hay desde el Polo al Ecuador. Sus llanos
cubren a par de las doradas mieses
las cañas deliciosas. El naranjo
y la piña y el plátano sonante,
hijos del suelo equinoccial, se mezclan
y de Minerva el árbol majestuoso.
Nieve eternal corona las cabezas
de Iztaccihual purísimo, Orizaba
a la frondosa vid, al pino agreste
y Popocatepetl, sin que el invierno,
toque jamás con destructora mano
los campos fertilísimos, do ledo
los mira el indio en púrpura ligera
y oro teñirse, reflejando el brillo
del sol en occidente, que sereno
en yelo eterno y perennal verdura
a torrentes vertió su luz dorada,
y vio a Naturaleza conmovida
con su dulce calor hervir de vida.
Era la tarde; una ligera brisa
las alas en silencio ya plegaba
y entre la hierba y árboles dormía
mientras el ancho sol su disco hundía
detrás de Iztaccihual. La nieve eterna,
cual disuelta en mar de oro, semejaba
temblar en torno de él; un arco inmenso
que del empíreo en el cenit finaba,
como espléndido pórtico del cielo,
de luz vestido y centellante gloria,
de sus últimos rayos recibía
los colores riquísimos. Su brillo
desfalleciendo fue; la blanca luna
y de Venus la estrella solitaria
en el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
que el alma noche o el brillante día,
¡cuánto es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame sentado en la famosa
Cholulteca pirámide. Tendido
el llano inmenso que ante mi yacía,
los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
que en esos bellos campos reina alzada
la bárbara opresión, y que esta tierra
brota mieses tan ricas, abonada
con sangre de hombres, en que fue inundada
por la superstición y por la guerra...?
Bajó la noche en tanto. De la esfera
el leve azul, oscuro y más oscuro
se fue tornando, la movible sombra
de las nubes serenas, que volaban
por el espacio en alas de la brisa,
era visible en el tendido llano.
Iztaccihual purísimo volvía
del argentado rayo de la luna
el plácido fulgor, y en el oriente,
bien como puntos de oro centelleaban
mil estrellas y mil... ¡Oh! ¡Yo os saludo,
fuentes de luz, que de la noche umbría
ilumináis el velo
y sois del firmamento poesía!
Al paso de la luna declinaba,
y al ocaso fulgente descendía,
con lentitud la sombra se extendía
del Popocatepetl, y semejaba
fantasma colosal. El arco oscuro
a mí llegó, cubrióme, y su grandeza
fue mayor y mayor, hasta que al cabo
en sombra universal veló la tierra.
Volví los ojos al volcán sublime,
que, velado en vapores transparentes,
sus inmensos contornos dibujaba
de occidente en el cielo.
¡Gigante del Anáhuac! ¿Cómo el vuelo
de las edades rápidas no imprime
alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
años y siglos, como el norte fiero
precipita ante sí la muchedumbre
de las olas del mar. Pueblos y reyes
viste hervir a tus pies, que combatían
cual ora combatimos, y llamaban
eternas sus ciudades, y creían
fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día
de tus profundas bases desquiciado
caerás; abrumará tu gran ruïna
al yermo Anáhuac; alzaránse en ella
nuevas generaciones, y orgullosas,
que fuiste negarán...
Todo perece
por ley natural. Aun este mundo
tan bello y tan brillante que habitamos,
es el cadáver pálido y deforme
de otro mundo que fue...
En tal contemplación embebido
sorpredióme el sopor. Un largo sueño,
de glorias engolfadas y perdidas
en la profunda noche de los tiempos,
descendió sobre mí. La agreste pompa
de los reyes aztecas desplegóse
ante mis ojos atónitos. Veía
entre la muchedumbre silenciosa
de emplumados caudillos levantarse
el déspota salvaje en rico trono,
de oro, perlas y plumas recamado;
y al son de caracoles belicosos
ir lentamente caminando al templo
la vasta procesión, do la aguardaban
sacerdotes horribles, salpicados
con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
las bajas frentes en el polvo hundía,
y ni mirar a su señor osaba,
de cuyos ojos férvidos brotaba
la saña del poder.
Tales ya fueron
tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo,
su vil superstición y tiranía
en el abismo del no ser se hundieron.
Sí, que la muerte, universal señora,
hiriendo a par a déspota y esclavo,
escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
tu insensatez oculta y tus furores
a la raza presente y a la futura.
Esta inmensa estructura
vio a la superstición más inhumana
en ella entronizarse. Oyó los gritos
de agonizantes víctimas, en tanto
que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
les arrancaba el corazón sangriento;
miró el vapor espeso de la sangre
subir caliente al ofendido cielo,
y tender en el sol fúnebre velo,
y escuchó los horrendos alaridos
con que los sacerdotes sofocaban
los gritos de dolor.
Muda y desierta
ahora te ves, pirámide. ¡Más vale
que semanas de siglos yazcas yerma,
y la superstición a quien serviste
en el abismo del infierno duerma!
A nuestro nietos últimos, empero,
selección saludable; y hoy al hombre
que ciego en su saber fútil y vano
al cielo, cual Titán, tuena orgulloso,
sé ejemplo ignominioso
de la demencia y del furor humano.
Hallábame sentado en la famosa
Cholulteca pirámide. Tendido
el llano inmenso que ante mi yacía,
los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
que en esos bellos campos reina alzada
la bárbara opresión, y que esta tierra
brota mieses tan ricas, abonada
con sangre de hombres, en que fue inundada
por la superstición y por la guerra...?
Bajó la noche en tanto. De la esfera
el leve azul, oscuro y más oscuro
se fue tornando, la movible sombra
de las nubes serenas, que volaban
por el espacio en alas de la brisa,
era visible en el tendido llano.
Iztaccihual purísimo volvía
del argentado rayo de la luna
el plácido fulgor, y en el oriente,
bien como puntos de oro centelleaban
mil estrellas y mil... ¡Oh! ¡Yo os saludo,
fuentes de luz, que de la noche umbría
ilumináis el velo
y sois del firmamento poesía!
Al paso de la luna declinaba,
y al ocaso fulgente descendía,
con lentitud la sombra se extendía
del Popocatepetl, y semejaba
fantasma colosal. El arco oscuro
a mí llegó, cubrióme, y su grandeza
fue mayor y mayor, hasta que al cabo
en sombra universal veló la tierra.
Volví los ojos al volcán sublime,
que, velado en vapores transparentes,
sus inmensos contornos dibujaba
de occidente en el cielo.
¡Gigante del Anáhuac! ¿Cómo el vuelo
de las edades rápidas no imprime
alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
años y siglos, como el norte fiero
precipita ante sí la muchedumbre
de las olas del mar. Pueblos y reyes
viste hervir a tus pies, que combatían
cual ora combatimos, y llamaban
eternas sus ciudades, y creían
fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día
de tus profundas bases desquiciado
caerás; abrumará tu gran ruïna
al yermo Anáhuac; alzaránse en ella
nuevas generaciones, y orgullosas,
que fuiste negarán...
Todo perece
por ley natural. Aun este mundo
tan bello y tan brillante que habitamos,
es el cadáver pálido y deforme
de otro mundo que fue...
En tal contemplación embebido
sorpredióme el sopor. Un largo sueño,
de glorias engolfadas y perdidas
en la profunda noche de los tiempos,
descendió sobre mí. La agreste pompa
de los reyes aztecas desplegóse
ante mis ojos atónitos. Veía
entre la muchedumbre silenciosa
de emplumados caudillos levantarse
el déspota salvaje en rico trono,
de oro, perlas y plumas recamado;
y al son de caracoles belicosos
ir lentamente caminando al templo
la vasta procesión, do la aguardaban
sacerdotes horribles, salpicados
con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
las bajas frentes en el polvo hundía,
y ni mirar a su señor osaba,
de cuyos ojos férvidos brotaba
la saña del poder.
Tales ya fueron
tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo,
su vil superstición y tiranía
en el abismo del no ser se hundieron.
Sí, que la muerte, universal señora,
hiriendo a par a déspota y esclavo,
escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
tu insensatez oculta y tus furores
a la raza presente y a la futura.
Esta inmensa estructura
vio a la superstición más inhumana
en ella entronizarse. Oyó los gritos
de agonizantes víctimas, en tanto
que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
les arrancaba el corazón sangriento;
miró el vapor espeso de la sangre
subir caliente al ofendido cielo,
y tender en el sol fúnebre velo,
y escuchó los horrendos alaridos
con que los sacerdotes sofocaban
los gritos de dolor.
Muda y desierta
ahora te ves, pirámide. ¡Más vale
que semanas de siglos yazcas yerma,
y la superstición a quien serviste
en el abismo del infierno duerma!
A nuestro nietos últimos, empero,
selección saludable; y hoy al hombre
que ciego en su saber fútil y vano
al cielo, cual Titán, tuena orgulloso,
sé ejemplo ignominioso
de la demencia y del furor humano.
José María Heredia y Heredia 1803-1839 |
Recuerdo haber leído y escuchado este poema cuando cursaba la asignatura Literatura Latinoamericana el último año de bachillerato. El padre Garmendia que dictaba la materia parecía disfrutar las imágenes presentadas por José María Heredia, y con lengua y ojos de europeo aclimatado al trópico, acometía a la crítica de la obra para el disfrute de sus atentos alumnos. Hace un par de semanas, en la Feria de Lectura Chacao compré por una cifra irrisoria (Bf. 6,90) un ejemplar de Poesía de la Independencia (Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979). Allí está Heredia, junto con Bello y Olmedo, acompañados de una generación de poetas que asumieron plenamente su compromiso histórico. Al hojearlo y leer En el Teocalli de Cholula, los lejanos recuerdos del bachillerato con los jesuitas se agolparon y resolví transcribirlo en esta bitácora. A la distancia que marca el tiempo transcurrido, coincido con el P. Garmendia en sus apreciaciones sobre este gran poeta que murió en la flor de la edad.
Hoy, al revisar la biografía que incluye el tomo me encontré con un dato interesante. José María, nacido en Cuba, fue hijo de José Francisco Heredia, natural de Santo Domingo, que fue miembro de la Real Audiencia de Caracas en los días aciagos que siguieron a la caída de la Primera República... Es el famoso regente Heredia, el funcionario de "la piedad heroica". Leamos un poco:
Hoy, al revisar la biografía que incluye el tomo me encontré con un dato interesante. José María, nacido en Cuba, fue hijo de José Francisco Heredia, natural de Santo Domingo, que fue miembro de la Real Audiencia de Caracas en los días aciagos que siguieron a la caída de la Primera República... Es el famoso regente Heredia, el funcionario de "la piedad heroica". Leamos un poco:
...Con motivo de los diversos cargos de su padre, el magistrado José Francisco Heredia, José María realizó estudios en Caracas, México y La Habana. Aquí, en 1821, se recibió de bachiller en leyes, y, en 1823, de abogado en la ciudad de Santa María de Puerto Príncipe. Poco después, acusado de conspiración, como miembro de los "Caballeros racionales", abandonó Cuba.
Se dirigió a los Estados Unidos, y en el norte vivió en Boston, en Nueva York, y en el estado de New Haven. En 1825, como sufría horriblemente el frío de los Estados Unidos, se dirigió a México. Allí fue bien acogido por el Presidente Guadalupe Victoria e inició una serie de cargos públicos que sólo cesaron con su muerte. En México dirigió una serie de periódicos...
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