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Pablo Neruda (1904-1973) |
Hay un restaurant en Vitacura, Santiago de Chile, que ofrece menús nerudianos, es decir, inspirados en odas del gran poeta chileno Pablo Neruda. Así, el chef Carlo von Mühlenbroken, recrea sabores tradicionales del país con nombres como: Maíz en olla ilustre con el pebre de la pacífica pasta de corazón verde y salmón del Chiloé marino, Caldillo de gigante anguila de nevada carne... Para mi son platos típicos con otro nombre y tal vez otra presentación, y lo más seguro que se salga del local con hambre y los bolsillos vacíos. Lo interesante son los nombres nerudianos con los que el chef ha bautizado sus platos.
Creo que la cocina chilena es lo suficientemente buena como para no necesitar disfraz. Recuerdo con gusto el Chancho arrollado, el Caldillo de congrio y otras cosas ricas que comí en Santiago, perdiéndome con unos amigos en el centro, cerca de Huérfanos.
Me pregunto cuál sería la interpretación gastronómica del bodrio ñángara en el que Neruda se deshace en loas a Stalin....¡Qué cursi! Tal vez sepa mejor un plato salido de:
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes de lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca....
ODA A STALIN
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,
descansando de luchas y de viajes,
cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe del océano.
Primero fue el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una
ola grande.
De algas, metales y hombres, espuma y lágrimas estaba hecha esta ola.
De historia, espacio y tiempo recogió su materia
y se elevó llorando sobre el mundo
hasta que frente a mí vino a golpear la costa
y derribó a mis puertas su mensaje de luto
con un grito gigante
como si de repente se quebrara la tierra.
Era en 1914.
En las fábricas se acumulaban basuras y dolores.
Los ricos del nuevo siglo
se repartían a dentelladas el petróleo y las islas, el cobre y los canales.
Ni una sola bandera levantó sus colores
sin las salpicaduras de la sangre.
Desde Hong Kong a Chicago la policía
buscaba documentos y ensayaba
las ametralladoras en la carne del pueblo.
Las marchas militares desde el alba
mandaban soldaditos a morir.
Frenético era el baile de los gringos
en las boites de París llenas de humo.
Se desangraba el hombre.
Una lluvia de sangre
caía del planeta,
manchaba las estrellas.
La muerte estrenó entonces armaduras de acero.
El hambre en los caminos de Europa
fue como un viento helado levantando hojas secas y quebrantando huesos.
El otoño soplaba los harapos.
La guerra había erizado los caminos.
Olor a invierno y sangre
emanaba de Europa
como de un matadero abandonado.
Mientras tanto los dueños
del carbón,
del hierro,
del acero,
del humo,
de los bancos,
del gas,
del oro,
de la harina,
del salitre,
del diario El Mercurio,
los dueños de burdeles,
los senadores norteamericanos,
los filibusteros
cargados de oro y sangre
de todos los países,
eran también los dueños
de la Historia.
Allí estaban sentados
de frac, ocupadísimos
en dispensar condecoraciones,
en regalarse cheques a la entrada
y robárselos a la salida,
en regalarse acciones de la carnicería,
y repartirse a dentelladas
trozos de pueblos y de geografía.
Entonces con modesto
vestido y gorra obrera,
entró el viento,
entró el viento del pueblo.
Era Lenin.
Cambió la tierra, el hombre, la vida.
El aire libre revolucionario
transtornó los papeles
manchados. Nació una patria
que no ha dejado de crecer.
Es grande como el mundo pero cabe
hasta en el corazón del más
pequeño
trabajador de usina o de oficina,
de agricultura o barco.
Era la Unión Soviética.
Junto a Lenin
Stalin avanzaba
y así, con blusa blanca,
con gorra gris de obrero,
Stalin,
con su paso tranquilo,
entró en la Historia acompañado
de Lenin y del viento.
Stalin desde entonces
fue construyendo. Todo
hacía falta. Lenin recibió de los zares
telarañas y harapos.
Lenin dejó una herencia
de patria libre y ancha.
Stalin la pobló
con escuelas y harina,
imprentas y manzanas.
Stalin desde el Volga
hasta la nieve
del Norte inaccesible
puso su mano y en su mano un hombre
comenzó a construir.
Las ciudades nacieron.
Los desiertos cantaron
por primera vez con la voz del agua.
Los minerales
acudieron,
salieron
de sus sueños oscuros,
se levantaron,
se hicieron rieles, ruedas,
locomotoras, hilos
que llevaron las sílabas eléctricas
por toda la extensión y la distancia.
Stalin
construía.
Nacieron
de sus manos
cereales,
tractores,
enseñanzas,
caminos,
y él allí,
sencillo como tú y como yo,
si tú y yo consiguiéramos
ser sencillos como él.
Pero lo aprenderemos.
Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero inflexible
nos ayuda a ser hombres cada día,
cada día nos ayuda a ser hombres.
¡Ser hombres! ¡Es ésta
la ley staliniana!
Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin
su intensidad serena,
su claridad concreta,
su desprecio
al oropel vacío,
a la hueca abstracción editorial.
Él fue directamente
desentrañando el nudo
y mostrando la recta
claridad de la línea,
entrando en los problemas
sin las frases que ocultan
el vacío,
derecho al centro débil
que en nuestra lucha rectificaremos
podando los follajes
y mostrando el designio de los frutos.
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.
En la guerra lo vieron
las ciudades quebradas
extraer del escombro
la esperanza,
refundirla de nuevo,
hacerla acero,
y atacar con sus rayos
destruyendo
la fortificación de las tinieblas.
Pero también ayudó a los manzanos
de Siberia
a dar sus frutas bajo la tormenta.
Enseñó a todos
a crecer, a crecer,
a plantas y metales,
a criaturas y ríos
les enseñó a crecer,
a dar frutos y fuego.
Les enseñó la Paz
y así detuvo
con su pecho extendido
los lobos de la guerra.
Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana,
icé a media asta la bandera de Chile.
Estaba solitaria la costa y una niebla de plata
se mezclaba a la espuma solemne del océano.
A mitad de su mástil, en el campo de azul,
la estrella solitaria de mi patria
parecía una lágrima entre el cielo y la tierra.
Pasó un hombre del pueblo, saludó comprendiendo,
y se sacó el sombrero.
Vino un muchacho y me estrechó la mano.
Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo
y poeta,
Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera.
«Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo
mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos
ojos del pueblo.
Y luego por largo rato no dijimos nada.
Una ola
estremeció las piedras de la orilla.
«Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió
levantándose el pobre pescador de chaqueta raída.
Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?
¿De dónde, en esta costa solitaria?
Y comprendí que el mar se lo había enseñado.
Y allí velamos juntos, un poeta,
un pescador y el mar
al Capitán lejano que al entrar en la muerte
dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.
El menú, creo, debe reflejar no sólo el poema sino la obra del gran Padrecito Stalin. Se me ocurre una cena de tres platos (hay que ser sobrios):
Entrada
Caviar raro del mar Caspio y blinis, a la Nomenklatura
(buen vodka helado)
Primer plato
Salchicha polaca a la Ribbentrop-Molotov; es decir, media rodaja por comensal.
(Vinagre sintético)
Postre
Dúo de helados de papa y de morcilla, a la siberiana, con guarnición de alambre de púas.
(Agua helada)
Café de chicoria (si hay suerte en el mercado negro)
Té a la Lavrenti Beria