Pedro Emilio Coll 1872-1947 Autor |
Por cierto, en esa foto el escritor se parece a todos los Coll que conozco.
EL DIENTE ROTO
Pedro Emilio Coll
A los doce años,
combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la
sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de
sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la
lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la
mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y
tranquilo.
Los padres de Juan,
hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las
perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y
castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación
de Juan.
Juan no chistaba y
permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá
adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto
sin pensar.
-El niño no está bien,
Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y
procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito,
ningún síntoma de enfermedad.
-Señora -terminó por
decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me
impone el deber de declarar a usted...
-¿Qué, señor doctor de mi
alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que su hijo está mejor
que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que
estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable
señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo
es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la
boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se
hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los
padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del
"niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel
hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la
más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que
voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a
colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo
desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio
de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua
ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su
reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba
de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas
mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a
hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca
tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan
Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado
Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su
diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y
fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre
oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del
grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
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